COMPRA VENTA DE NUBES

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Este negocio se cerró en 2008

27. Regalo de navidad


Hace unos meses, en uno de mis declives depresivos, me regalé una cena romántica. Sí, me apetecía invitarme a cenar en uno de esos restaurantes con velas y música de violín, violón y violonchelo. Nunca me había regalado nada y el sentirme invitado e invitador en una misma velada me dio entender que, en realidad, no estoy tan solo como pensaba. Al menos, ya sé que alguien me escucha.
Al final de aquella primera cita, Mi Otro Yo y yo, borrachos como polacos, acabamos entrelazando nuestras manos por debajo de la mesa y diciéndonos Te quiero. Llevamos nuestro amor en secreto (por no levantar envidias, más que nada) y no nos hemos separado desde entonces. Somos pareja de desecho.
He de reconocer que nuestro idilio no siempre es perfecto. A veces, las discusiones entre Mi Otro Yo y Yo son tan áridas y complicadas que hay días que ni siquiera nos hablamos. Ambos somos igual de tozudos. Pero son las menos veces, sólo cuando ninguno damos el brazo a torcer. Luego, empezamos a echarnos de menos y siempre hay alguna que otra mirada picarona, alguna que otra caricia, con la que acabamos acercándonos y queriéndonos de nuevo. Es el sabor de la vida, ¿no? Un poquito de sal y otro de pimienta. Además, las relaciones que se castigan sólo con amor enmascarado, no son relaciones sanas, sino mentiras.
Desde aquel día que me invité a cenar, cada mañana le regalo a Mi Otro Yo un ramo de doce sonrisas rojas. ¡Qué carajo! ¡A la pareja hay que cuidarla! Las busco por todas partes: en el espejo del cuarto de baño, reflejadas en la cucharilla del café, en el chapado del microondas… Después, las rodeo con un lazo verde de satisfacción y se las voy dejando por el suelo de toda la casa. Sí, por el suelo. Pretendo que Mi Otro Yo se esfuerce para cogerlas, al igual que yo me esfuerzo por esbozarlas.
Hoy es navidad y he querido tener con Mi Otro Yo un detalle especial. Quiero pintarle un auto retrato de doble mirada: una, desde mi interior, y la otra, desde el interior de Mi Otro Yo, como una muñeca rusa que se desprende de sus corazas para quedarse pequeña. He comprado cuatro pinceles y unos tubos de óleo y he extendido los colores sobre una paleta. Necesito tener todas las gamas a mano: desde el negro de mi alma hasta el blanco de las nubes que compro y vendo. He escogido la pared del cabecero de la cama para pintarme; el mejor de los lienzos es donde reposan los sueños. 
Al cabo de cinco horas, mi cuadro continúa en blanco. No soy capaz de pintarme estático. Creo que, ahora, observo la vida como un film enteramente rodado con cámara al hombro: de imagen imperfecta (no soy lo que esperaba(n) de mí), pero más cerca de la(s) realidad(es) que me rodea.

Feliz navidad, Mi Otro Yo, algún día empezaré a pintar nuestro cuadro. 

26. Amor


A pesar de la cercana navidad, el negocio no va bien. Creí que habría más gente necesitada de regalar sueños. 
A falta de vender nubes, me hallo buscando una definición de Amor.  
El diccionario habla de «un sentimiento intenso que parte de la propia insuficiencia». ¿Será, entonces, una sublevación de las necesidades más que una ofrenda de mi Yo puro? No lo creo. Me niego a pensar que el amor es hambre de caricias más que desahogo. Además, a veces, este manual alfabético me merece poco respeto. Matrimonio, por ejemplo, lo define como «una unión entre hombre y mujer concertada mediante determinadas formalidades legales». ¿Hombre y mujer? ¿Pero esto no había cambiado hace años? Parece que los Reales Académicos están demasiado influenciados por su propia ideología. ¿Y si quien definió el amor nunca lo sintió en sus carnes? ¡Carajo de libro! ¡No me fío! Hay vocablos que deberían dejarlos en blanco.
Me ha gustado una definición de Jodorowsky sobre la poesía: «Excremento luminoso de un sapo que se ha tragado una luciérnaga». ¡Este tipo sí que sabe sacarle partido a las palabras!, así que no he parado hasta encontrar su definición de amor. Lo encontré subrayado en azul por un lector o lectora anterior que consideré aventajado. Jodorowsky dice: «Amor: camino donde las huellas en lugar de seguirnos nos preceden».
No me gustó del todo su aportación, pero esa mixtura de tiempos me ha hecho pensar en ello durante todo el día. Esta tarde, mientras regresaba a casa en mi coche, me he dado cuenta de que el habitáculo del conductor es el único lugar creado por el hombre donde se mezclan pasado, presente y futuro. Por un lado, estás viendo las nubes hacia donde te diriges, las que todavía no existen, y por otro, en el espejo retrovisor ves aquellas que ya se han ido. Lo único real de la mirada es tu mano que mueve el volante y el panel de control, los agujas indicando a qué velocidad vas y el combustible que te queda para llegar a tu destino. También hay un reloj que te indica el tiempo. Pasado, presente y futuro en un solo vistazo. ¿Se referiría a esto Jodorowsky cuando quiso definir el amor?

A mí no me convence. Yo soy más fantasioso. Prefiero pensar que el amor es el agujero de un enorme caleidoscopio por donde miras ilusionado.

25. Caretas


Ayer, junto a una parada de autobús, observé a Homeless que miraba el anuncio de un teléfono móvil en un enorme panel publicitario.  
―Bonita foto ―pensé desde mi asquerosa mente de creador.
Anoche fue una noche fría y esta mañana, cuando me he mirado en el espejo sucio del cuarto de baño, he vuelto a acordarme de Homeless. Tal vez, no añoraba comprarse el aparato, sino comunicarse a toda costa antes de tumbarse a dormir en el próximo suelo. Me he quitado mi careta de Insensible y he sentido pena de mí. Me he puesto a llorar. Después, una por una y delante del espejo, he ido quitándome las decenas de caretas incrustadas durante años. Es tan doloroso como que un dentista te arranque una muela enraizada al alma. Demasiado arraigo y demasiadas mentiras; demasiadas sonrisas para los demás, olvidándome de sonreírme a mí mismo.
He guardado todas las caretas en una nube y he volado en busca de un negocio de Compra Venta de caretas usadas. Por instinto, como el musulmán que reza hacia el este, mi nube me ha llevado a la Plaza Azca de Madrid, el principal centro financiero y de negocios del país. Allí estaba la tienda que estaba buscando.
―Vamos a ver, caballero… ―me ha dicho el dependiente―. Me puedo quedar con la careta de Marido perfecto, Hijo ejemplar y Excelente profesional. Por aquí son muy demandadas. Pero, ¿qué quiere que haga yo con una careta de Insensible? En esta zona no tiene salida. Nadie se va a quitar la suya.
Lo mismo me ha dicho de las caretas de Amigo que nunca falla, la de Hermético y la de Quien no opina para no herir.
Al final, en vez de venderlas, he preferido quemarlas en medio del Paseo de la Castellana. A nadie le interesan unas caretas que ya no sirven.

También me he permitido el capricho de comprarme una transparente y los niños se ríen de mí cuando camino por la calle. Creo que tengo que aprender a utilizarla.

24. Mis pies


Me he quitado mis chanclas negras y las he colgado en la pared del salón, como si fueran un cuadro. Así podré verlas todos los días y sabré por dónde piso. El problema es que están colocadas como si caminasen hacia abajo, mirando al suelo. No me ha gustado verlas así. Creo que, ahora, mi camino es hacia arriba, buscando el azul lejano. Sí, junto a las nubes.

Pero después he mirado mis pies. Estaban descalzos, libres. Entonces me he dado cuenta que no se trata de caminar hacia arriba o hacia abajo, descalzo o con zapatos, sino que sólo se trata de caminar, sintiendo que la tierra se mueve debajo de nosotros.    

23. De regreso de África

El viernes por la noche me fui hasta África. Elegí una nube recién regalada por Johan Shnabel llamada Sierrilla, impecable, preciosa. Se pone de cero a cien sueños/hora en menos de ocho segundos. El sábado, al medio día, ya estaba en el Lago Victoria, al lado de Chula Puñales.
Pero apenas pude hablar con ella. Un brote de malaria la mantiene en cama con fiebre alta. Es el precio del fabricar agua en Mugumu. Otros precios de África son las guerras y la sequía. Y hay muchos más precios. No es suficiente con unas gafas de sol para protegerme del ahogo.
Le he escrito una nota antes de irme:
«Buenos días, Chula. Espero que hayas dormido bien. Me tengo que ir en mi nube. No te despierto. He estado abrazándote todo la noche, como si fuese una vida entera. Sudabas».
El domingo temprano salí de nuevo hacia Madrid. Demasiado tráfico aéreo en el Estrecho de Gibraltar, con varios helicópteros de la guardia civil española sobrevolando los cadáveres de inmigrantes en las aguas de la muerte, como buitres que limpian la carroña de la entrada de Europa.

Mientras tanto, otros cientos de inmigrantes africanos se escondían en el monte Gurugú de Marruecos para saltar la valla de Melilla. 

22. Luz


Mi Otro Yo ha estado tres días dándome el coñazo. Su maldito «bien hacer» no desaparece ni con el abundante Ron Pálido que bebo por las noches.
Por la mañana, el rin tin tin de su voz maléfica me martillea la cabeza.
―Te dije que no deberías beber tanto ―me dice.
La verdad: este tipo me produce acidez de alma. No soporto su meto me en todo facilón.
Pero hoy me he levantado más fuerte que él y con ganas de plantarle cara. Cuando bajábamos a trabajar en el coche, el sol deforme sobre los atascos de Madrid me ha hecho ver la luz.
―Mira, tío ―le he dicho―. Tú me respetas a mí y yo te respeto a ti, ¿vale?
―No sé de qué me hablas ―me ha contestado con cara de imbécil.

Mi Otro Yo es incorregible, pero al menos me ha dejado en paz durante todo el día. Creo que este fin de semana podré deshacerme de él. Así aprovecho y me doy un largo paseo en nube. A África, por ejemplo.

21. Agradeci-miento



Siempre estuve en contra del orden alfabético. Ya, con apenas diez años, comencé a germinar ideas "feas" en mi cabeza para provocar el primer motín conocido en la escuela, aunque nunca llegó a suceder.
Pretendía, aún siendo un niño, que los profesores pasasen lista en orden contra-alfabético todas las mañanas, es decir, empezando por la Z y siguiendo por la Y. Así, Zambón y Yebra, casualmente los alumnos menos aventajados de la clase, tendrían las mismas posibilidades en la vida que Álvarez y Bueno.
Mi Zetaydario, como así llamé a mi invento, no tuvo la mínima repercusión y mis compañeros empezaron a tratarme como oveja negra. También los profesores que me veían como a un bicho raro que había que exterminar. Doña Petra fue la primera en empezar.

―¡Indecente, ¿es que siempre tienes que estar en las nubes?! ―me gritaba la Petra mientras me zarandeaba delante de los demás niños. 

―Pero…, señorita ―discrepaba yo―. ¿Por qué tiene que ser como usted diga?

La única respuesta fue un bofetón y el silencio de toda la clase.
Años después, en la facultad, me di cuenta de que mi sueño infantil estaba lleno de errores: la vida no estaba hecha para seguir un orden, ni de la A a la Z, ni de la Z a la A. Siempre habría alguien que saldría desfavorecido. El secreto estaba en la desorganización. Propuse, pues, que cada día se pasase lista de una manera diferente, de forma aleatoria: ¿Muñoz?, Presente; ¿Casares?, Presente, ¿Pizones?, Presente, ¿Abadía?, Presente. El equilibrio estaba precisamente el caos, imaginar algo nuevo todos los días. 
Aquellos fueron unos preciosos meses. Con ayuda de algunos compañeros, conseguí convencer a un par de profesores, casualmente los más progresistas. Ya no había primeros ni últimos al iniciar la clase. Todos éramos iguales y las mañanas comenzaban sin el orden que nuestro apellido imponía.
Pero había que hacer más, quedarse quieto era dejar de existir. Mi reivindicación necesitaba ir más lejos. Se aproximaba el final de curso y comenté mi idea en asamblea: si únicamente nos trataban como una calificación, si solo éramos un número, una nota en un examen, si no les importábamos una mierda, ¿por qué los profesores tenían que saber nuestros nombres?, ¿con qué derecho? Éramos sus alumnos, no sus hijos.
Creo que fue Don Ricardo Crespo, uno de los candidatos al puesto de rector, quien incitó una revuelta entre los docentes. Me querían expulsar de la universidad. La contra de la contra. A las pocas días encontraron entre mis apuntes una foto de Ernesto Guevara de la Serna, motivo más que suficiente para los Don Ricardo de aquella época para poder expulsarme. Tenían el beneplácito de mis compañeros de viaje. Se bajaron en aquella estación. 
Fracasé en mis estudios, lo sé, y por eso me dediqué a comprar y a vender nubes.
Creo que es a usted, Don Ricardo, a quien debo agradecérselo. También a Doña Petra. No saben bien el favor que me hicieron al no seguir su decencia.

20. Rascacielos en vez de nubes


No puedo soportar por más tiempo esta ciudad, ni sus nubes mañaneras por debajo de las cuatro moles de hormigón y cristal que aquí están construyendo. Para algunos son bonitas, «de metrópoli avanzada», según dicen, pero para mí no son más que las cuatro puntas afiladas de un tenedor oxidado.
Todos los días, en los atascos kilométricos que padezco para ir a trabajar, tengo que digerir su babélica forma durante algo más de una hora. Las siento tan ridículas como regalarle una antena parabólica a una familia de nómadas.
A veces me entran ganas de subirme a la torre más alta y saltar al vacío, sin nubes que me detengan. Mi Otro Yo, un tipo trajeado que aparece de la nada en mis peores momentos, siempre tiene que poner la puntilla a mi rabia desde el asiento del copiloto:
―Ten cuidado ―me recrimina―. Esos pensamientos son el preludio de un suicidio.
Cuando me dice cosas así, agarro fuerte al volante para no tirarme a su cuello y apretar del todo el nudo de su corbata. Después, me calmo, respiro, lo miro con desprecio y de vez en cuando soy capaz de contestarle, como hoy.

―¿Preludio de un suicidio? ―le he dicho―. Lo que es un suicidio es seguir viviendo en esta ciudad.

19. Una tarde en el nubódromo

Esta mañana he dado un paseo de domingo. Elegí una nube Young Cloud del 84 de mi colección particular. Necesitaba sentirme adolescente. Me enfundé mi gorro y mis gafas de aviador (regalo del Capitán Chirinos, otro Vendedor con delegación en Arekuna. Venezuela) y salí volando a uno de esos mercadillos dominicales de las grandes ciudades. «¿Camden Town?», me pregunté, «No, hoy no estoy para ingleses». Decidí volar entonces hasta el Rastro, por cercanía y por comodidad. Llegué enseguida, casi no había tráfico en el cielo de Madrid y dejé la nube atada a uno de los árboles de la Plaza de Oriente. Me apetecía andar un poco.
Callejeé por Cascorro, esta vez sin rumbo fijo, «que si ahora por esta calle… No, ¿por qué no por allí?; que si ahora por esta otra…, pero aquí me siento…», haciendo caso omiso a lo que mi mente decía, solo siguiendo mis piernas. Rastreé un poco entre los puestos, calle arriba, calle abajo, y me detuve en las antigüedades para preguntar por portátiles sin acceso a internet y móviles sin cobertura, aparejos muy cotizados dentro de unos años.
Después, comí algo y decidí irme al nubódromo para aprovechar la tarde. Hacía tiempo que no iba.
El nubódromo es un lugar parecido a un circuito de carreras. En vez de competir, se sueña, y en vez de coches, caballos o galgos son nubes con jinete las que dan vueltas a la pista circular, despacio, mezclándose unas nubes con otras. Una de ventajas de las grandes ciudades es tener sitios como el nubódromo.
Esta vez, el sueño fue de adolescente engreído, quizás por conducir una Young Cloud del 84, pero también fue bonito. Soñé que en la presentación del libro que acababa de publicar, Compra Venta de nubes, había algunas caras conocidas (el Loko, mi Primo, Chula Puñales que acababa de llegar, mis padres, Johan Schnabel y los dos Powers, los representantes de la Corresponsalía Anónima Artesana, Tikun…) mezcladas con otras anónimas y desconocidas para mí. El ambiente era distendido y hablador, de un murmullo agradable, hasta que se hizo el silencio para que yo charlase sobre mi libro. Capté la atención de la audiencia sin demasiado esfuerzo, durante algo más de media hora, combinando mis impresiones sobre literatura y nubes con chistes ingeniosos y anécdotas graciosas. Cuando Hurón, el maestro de ceremonias (que se negó a que hubiese cocacola en el cóctel), me invitó a decir unas últimas palabras, yo se lo agradecí. Por primera vez tenía a un público abierto a mis pretensiones para expresar lo único importante. Así que saqué unas cartulinas naranjas del bolsillo de mi pantalón y leí en voz alta lo que ponía en una de ellas:
―«Existen más de treinta conflictos armados, olvidados por la comunidad internacional, que generan desplazamientos forzosos de la población».
Después, se la entregué a mi padre y leí otra.
―«Doscientos cincuenta millones de niños menores de catorce años son forzados a trabajar en todo el mundo».
Esta vez se la di en mano a una desconocida y continué leyendo las cartulinas naranjas.
―«En los países en vías de desarrollo viven mil tres cientos millones de personas por debajo de la línea de pobreza, más de cien millones de personas viven en estas condiciones en los países industrializados, y ciento veinte millones en Europa Oriental y Asia Central».
―«Regiones de Tanzania, cuentan con un índice de SIDA del cuarenta y cinco por ciento».
Y así una, otra, otra cartulina naranja, poniéndolas después en manos conocidas y en otras que jamás había visto.
La última cartulina la leí en medio de la sala, con el corro de mis invitados alrededor.
Pero esa última cartulina no se entregué a nadie. Simplemente extendí el brazo y, después de unos segundos, una mano anónima la recogió.

Ahora, una vez que he salido del nubódromo, tengo que descifrar cómo era el rostro que  pertenecía a aquella mano, porque fue a la única que no le entregué nada. Entendió que hay moverse y agarrar la realidad.

18. Nubes de fuego

Hoy ha venido un reportero a casa para hacerme una entrevista. El tipo trabaja para un periódico local, uno de esos de tirada masiva, gratuita basura. En realidad, se trata de un trueque: inserté publicidad del negocio hace un par de meses y, a cambio, ellos me prometieron un pluri reportaje a doble página y a todo color.
Me ilusioné cuando me avisaron para la entrevista, lo reconozco. En unos días, estaría pasando las hojas del primer ejemplar que cayera en mis manos. Allí estaría yo, con mi Compra Venta de Nubes ilustrada en la magia del papel y mi foto en actitud reflexiva, como los grandes escritores que aparecen en los suplementos culturales.
La cita era a las seis en punto. Así que, después de comer, he limpiado la casa para dar mejor impresión, he ido a comprar pastelitos y he preparado café. También me he duchado y perfumado.
El timbre no ha sonado hasta las siete y, en vez de la preciosa periodista que mi imaginación esperaba (una con gafas de moldura negra, labios pintados y libreta en mano), se ha presentado un tipo gris que escuchaba no sé qué música en su mp3. Ni siquiera le acompañaba un fotógrafo. Me ha dicho su nombre, pero no lo recuerdo. Tenía cara de Pablo, Gustavo o Borja.
―He subido las persianas para que tengas mejor luz para las fotos ―le he sugerido.
―Ah… Las fotos… ¿No te lo han dicho? No hay espacio. Con una de carnet que tengas por ahí será suficiente ¿Tienes alguna que estés guapo?
A la vista de la falta de generosidad de mi entrevistador, he preferido no sacar los pastelitos y retirar el café. Me he sentado frente a él a esperar sus preguntas.
― Bueno… Así que tú compras y vendes nubes y también escribes. ¿Para qué lo haces? ―me ha preguntado.
El irreverente de Pablogustavoborja se ha asustado al ver mi cara de desprecio.
―Y tú, ¿para qué cagas? ―le he interrogado yo, plagiando a Bukowski―. Pues eso. Porque lo necesito.
Ya no recuerdo más de la entrevista; sólo que estaba impaciente por salir a cazar unas nubes de fuego que veía por la ventana.

17. El Loko


Ayer, en nuestra cita diaria para mirar el mar, el Loko quiso sugerirme algo (las sugerencias del Loko van más allá de las palabras y del sabio consejo).
―Un negocio de compra-venta de nubes ―me dijo―, no puede ser tan oscuro. Debes darle luz, más allá del último color.
Pensé en el concepto, «más allá del último color», porque detrás de los mensajes del Loko, siempre hay algo más, otro eslabón mágico de la cadena que no se ve a simple vista. Después, con la mirada en el mar, se lo quise explicar.
―Mira, Loko ―le dije―, las nubes, todas las que compro o las pocas que vendo, no son más que sueños y emociones que viajan de un lado a otro, desde la cripta oscura de la soledad hasta la fluorescencia de la vida. Siempre que veas una nube, existe porque alguien soñó con algo más, con algo mejor, aunque luego esas nubes desaparezcan. Yo no soy nadie para dar más luz a nada. 
Fue en ese momento, con la mirada del Loko clavada en la mía, cuando el color del mar cambió a ocre, ese solo instante puro que acudimos a contemplar todos los días.
El Loko, reservado como siempre ha sido, me miró otra vez a los ojos.
―Te entiendo, Vendedor ―me dijo.

―Sí, yo también a ti, Loko ―contesté.
o

16. Demanda desestimada

Hace un par de días me llamó un tipo interesado en comprar nubes.
―Un pedido importante, unas ciento cincuenta ―me dijo―. Regento una administración y se las quiero regalar a mis empleados por navidad.
Le convencí de que yo era la persona que estaba buscando (no podía dejar pasar una oportunidad como aquella), con amplia experiencia en el mercado y con un servicio post-entrega de lo más serio y avalado. Siguiendo sus órdenes, le mandé un burofax adjuntando un dossier explicativo de la ofertanube, un presupuesto ajustado y la exigida factura proforma. Él propuso las condiciones de pago: a sesenta noches.
A las pocas horas me llamó su secretaria.
―Pedido aceptado ―me confirmó aquella voz gélida.
Colgué el teléfono y apreté el puño de mi mano derecha.  Aquella venta me salvaría el mes.
Ahora, con tiempo suficiente para pensar, creo que me he equivocado y entiendo el significado dañino de aquel puño cerrado. Las cuentas no me salen o, mejor dicho, no me satisfacen. El comprar y vender nubes no es una mera transacción comercial con moneda de curso legal de por medio, ni una operación financiera con rappels y descuentos. No quiero engrandecer mi cuenta bancaria (solvente, por ahora), con alejamientos de sueños. Si al menos me pudiese pagar con brisas de mar…
 Le llamaré hoy, también a través de su secretaria, para desestimar su demanda. 

15. Vuelta


Me distraigo en nubes que no siento y en sueños que camuflan mi esencia. Vuelta a empezar. Todo es más fácil desde la sonrisa que me produce el darme cuenta.

Ya ha pasado el verano y aún no he dejado mi trabajo en esta dichosa oficina.

14. Se compra


En un atardecer naranja sobre el océano plateado,
con una varita mágica que baila cumbia a merced del viento templado
y dé minúsculos toques sobre las crestas más empinadas de las olas
que después esparcen miles de estrellitas doradas hacia mar adentro,
ahora es donde me encuentro.

Pero sin nadie que quiera comprar nubes.

13. La fábrica de nubes de Chacocente

                     
En Chacocente, el mar enfurece los noches que no hay estrellas ni luna, como queriendo curtir las llagas del tiempo varado y crispar las nubes que enloquecen con rabia y desgarro, con furia indignada que mueve también al viento sin treguas ni aliento, de izquierda a derecha y de principio a fin. Ya, desde mar adentro, donde las olas rompen quebradas con la fuerza del diablo, el agua se convierte en espuma terrible y mísera, que lo mismo voltea a un mercante que envía un respingo de sal y algas a la otra parte del Pacífico Sur.
Y es que, en Chacocente, nadie sale a pescar las noches que no hay estrellas ni luna. Cuentan que este mar engulló, de un solo zarpazo, a no menos de seiscientos ladrones que venían a conquistar la Nicaragua, no se sabe en qué año. Dicen que sus almas, resquebrajadas de rabia durante tanto tiempo, son las que voltean el fondo marino para así huir de su ahogo y descansar en paz para siempre. Es entonces, las noches que no hay estrellas ni luna en Chacocente, cuando el mar huele a muerto y la playa se llena de troncos ancianos aniquilados quizás a miles de millas de distancia, como cuerpos sin rostro ni brazos que se arrastran por la arena y se enmarañan junto al verde selva de la tierra.
Pero esto sólo ocurre las noches que no hay estrellas ni luna en Chacocente, porque este mar de aguas siempre tibias es azul y calmo los días que tiene que serlo y de un gris anaranjado cuando así lo ordena. No es el sol quien cambia el color de las olas y la espuma, ni las nubes, ni los aires, ni las lunas, ni las lluvias, ni los fondos ni los medios, ni siquiera los veranos o los inviernos. Es el mar, el propio océano quien lo impera, quien lo habla, quien ordena cómo ser y a dónde llegar, a qué costa amar con sus caricias y a cuál odiar irritado.
Y la playa de Chacocente es muy larga y con nubes siempre del sur, de cielo azul, delimitada por acantilado y roca, ancha y de limpia arena fina. Pero también la playa de Chacocente es de cielo gris anaranjado, sin límites, estrecha y de arena oscura (muy larga y con nubes siempre del sur). Y de cielo enfurecido, acotada por olas inmensas que se estrellan contra una arena que se la traga; y, cómo no, muy larga y con nubes siempre del sur. Porque, la playa de Chacocente es a cada minuto distinta, está viva, en cada embestida del mar que rompe y se vuelve, escupe troncos y piedras que descansan como en un cementerio de huesos marrones en la ladera de un pequeño cerro, y después se los lleva.
Pero siempre, cada vez que la miras, la playa de Chacocente es muy larga y con nubes siempre del sur, el lugar ideal para tener una fábrica de nubes.

12. El preámbulo


             
La claridad suspiró delante de mis párpados, como desencadenantes de un huracán que lucha por empezar a soplar, sabiéndose vivo y que quiere entrar irremediablemente el ruido de sus melodiosos soplos, sin entendimientos y en busca de ellos, como dos cuerpos que se aman porque sí, sin caminos ni métodos.
Fui escupido por el mar hacia la tierra, como un parto desde los ecos remotos hacia las arenas blancas, desde la última caída, la definitiva, hacia las briznas de luz que, entonces, en aquel momento, empezaban a nacer.
Pero antes de encontrar la fábrica tuve que morir en aquel mar oscuro de Artillero y esto es algo que no me atrevo a contar. Mis perdones y mis empeños, como el sol lo había hecho por cíclica vez aquella misma tarde, quizás, o fue la mordedura de la oscuridad quien me mató. Su conocimiento me hizo entender que ya era libre, que la segunda vez ya no existe el veneno del miedo, como nos cuenta El Principito. O, tal vez, el misterio de la fábrica de nubes era demasiado grande y me había despojado de él para así hacerlo mío, desobedecerlo y a la vez encontrarlo.
Me lavé en aquel agua negra.
Y es que, para crear el alba, antes tuvo que haber un atardecer muerto. Después es cuando el sol, fecundado por la noche y despojado de las iras y los amores que aprendió durante el día, resucita puro siendo otro, limpio de re-sentimientos. Todos los días.
Y fue entonces, cuando la noche hizo el amor con el mar, despacio, con caricias de ojos cerrados. Después, lo fecundó en un orgasmo unísono y tierno y preparó su vientre para una gestación que me volteó de mil maneras diferentes en aquel líquido amniótico salado. Acabé por olvidarme de quien no era y de quien creía ser.
Amanecí (nací) con el sol, a la misma vez, despojándome por mí mismo de la placenta, por el este, como él, mi parte derecha del cerebro. Después, como también lo hace el sol cada día, ya habría tiempo de describir una parábola hacia mi parte izquierda, el oeste, reverenciando la órbita de un planeta que dibuja figuras simbólicas que después vuelan y desaparecen.
Empecé allí, en Chacocente, donde el mar me había devuelto, a abrir los ojos. Frente a mí amaneció una nube saliendo del mar. Por vez primera no la miraba. La acariciaba.


11. Desilusión


Anduve por toda Nicaragüa en busca de la fábrica de nubes. Creí encontrarla en Cerro Negro, cerca de León, donde emergen limpias y esponjosas desde las laderas del cráter empinado, como la nata que crece en un cazo oscuro. Pero allí no estaba la fábrica. Solo era un lugar donde las nubes acuden a contrastarse con el negro de lava quemada, como un control de calidad antes de emprender el viaje. Busqué también en el Telica, o en el Cosigüina, ese otro volcán donde las nubes se bañan cada mañana. Y en el Madera y el Asunción, los dos cuencos desiguales de Ometepe.
Allí, en una panga en medio del lago Cocibolca, un tipo me aconsejo que no buscara en los volcanes, ya que son heridas de la Tierra y no fábrica de nubes.
―En el mar. Es allí donde debes ir a buscarla.
Y tuve que conseguir un pasaje en un barco pakistaní que me llevase a buscar la fábrica. Había dos únicos tripulantes a bordo: el capitán, que nunca me dijo su nombre, tan mustio que jamás lo vi sonreír, y Felipe, un grumete de Barbados de ojos negros y hundidos y que sólo comía carne de colibrí. Aquellos dos tipos navegaban a tres millas de la costa para pescar anzuelos perdidos en el mar. Era su trabajo.
En aquel barco, sin estar demasiado alejado del litoral Pacífico de Nicaragüa, podría encontrar la fábrica. Pero, ¡ingenuo de mí!, en tres semanas de marinería, ni un solo anzuelo ni fábrica alguna.
Un día, desesperado, subí al palo mayor y la busqué durante nueve horas seguidas, hasta el atardecer. No la vi.
Felipe, (estoy seguro que por pena), subió a hablar conmigo.
―En un barco, como en los trenes, en los coches o en los aviones, las nubes son irreales ―me dijo―. El movimiento continuo castiga lo que es y lo distorsiona sin reparos. Lo que ahora estás viendo, ya no existe, como tampoco existe lo que ya no ves. Rodrigo de Triana gritó «tierra a la vista» aquel día, ¿verdad? Lo hizo porque no existía lo que andaban buscando, las tierras vírgenes, y por eso dijeron «descubrir» lo que ya estaba descubierto, conquistar lo que ya estaba conquistado. No esperes encontrar nada que sea real en un barco que pesca anzuelos. Tu sitio no está en el mar, está en tierra.
Bajé del palo mayor y fui a hablar con el capitán.

―Cuando anochezca ―me dijo mientras se limpiaba la suciedad de las uñas con un anzuelo de oro―, te llevaremos hacia aquellas luces. Aquí no hay puertos ni fondeaderos. Deberás nadar para llegar a la costa.

10. Nube emergente en Cerro Negro




Compré una nube emergente en Cerro Negro. Después, escribí en la balconada abierta de la noche:
«Sí, está bien, como no lo había planeado,
como no lo había robado a los círculos de la imaginación;
y también, por qué no, a la magia callada durante tanto tiempo,
detrás de cada noche no estrellada y sin luna,
tan sólo con mar rugido, devorado por los noes y por el rojo fuego
de los quehaceres que cada día me ahogan»

9. Nadie me lleva a conocer una fábrica de nubes



En la espera, anoche vi un concierto en el Divino Castigo. Hay gente que no tiene casa y otros que lo gritan con el puño cerrado, con fuerza y con una guitarra.
«Qué triste se oye la lluvia en los techos de cartón,
qué lejos pasa la esperanza en las casas de cartón...»

La gente grita. «Aguas arriba todo será más fácil». Cada día, un poquito más en cada poema, en cada nota, hasta endurecer las heridas de los nudillos que golpean las puertas cerradas.
«Al final, siempre sale bien». Lo aprendí aquí en León de Deschampsia Antarctica. Pero hay gente que no tiene casa, o que se van para no volver, con un llanto cuesta arriba, y no entiendo los colores de esta post-revolución.
«Niños color de mi tierra, con sus mismas cicatrices,
millonarios de lombrices, y por eso,
que triste viven los niños en las casas de cartón...»

«Todo es más fácil», gritan en León, «cada uno que contagie al vecino, desorganizando sus nubes entre sus cables cortocircuitados, con las pupilas bien abiertas, y a empujar  como fichas de dominó que caen en cadena. Después, sólo hay que dar un plástico al que no lo tiene y un ladrillo al que ya está seco».
Y yo estoy de acuerdo con ellos. Después, algún día, cuando seamos fuertes, tendremos que convencer al malote de que deje de ser malote.

Tiene que llover para todos igual. 

8 .Greta



Greta se muerde las uñas, me mira, se espera, se ríe y bosteza. Greta camina todos los días por los senderos de Las Peñitas y Poneloya, invisibles en la arena de la playa, pero también imborrables de tanto recorrerlos. Greta lleva su caja de cartón llena de conchas y caracolas, sin importarle demasiado si alguien quiere comprárselas, tan sólo que ella va a venderlas. Greta se pone delante del mar, trenza de mis imaginaciones que resbalan sobre la espuma, fuertes embestidas de azul en esta tarde.
La guitarra de Santana suena en los altavoces del bar y un perro está aullando sobre los copases. Bebo un trago de mi Toña y Greta me grita desde detrás de la barandilla.
—¡Gringo, tengo sed!
Y después, Greta, como hace siempre, saca esa sonrisa melosa, sabiéndola su arma.
—Ayer ya te invité a una —le digo a Greta—. Y no me llames gringo. Gringos son los americanos.
—No le dije gringo, le dije amigo. ¡Dele, una gaseosa, amigo! —dice Greta.
Y para Greta, todos somos iguales. Qué más da gringos o amigos, ¿en qué se distinguen? Sólo se acuerda de quién le compró ayer una concha, para hoy venderle otra más.
Me ofrece una caracola. «Para usarla como cenicero», me dice.
—No la quiero.
—¡No la quiero, no la quiero! —se burla— ¡Vamos, dele, dele... Cómprela!
Greta se queda a mi lado, mirándome, mirándose. «¡Cómprela, cómprela...!». Greta no se irá hasta que consiga venderme algo. Ayer fue una tortuga, otra más, «un collar que los hace mi primo», otro también, dos cocos y la luz que le regala al mar.

Al atardecer, Greta deja su caja de cartón en la arena y juega con sus amigos a ser Greta, la niña. Ya no hay gringos ni amigos en la playa. Ya no hay a quién vender. Después sueña con una casa hecha de conchas de mar.

7 Desde Nicaragua. Esta revolución que no acaba




Y en cada cuadra de León (Nicaragüa), una nube de Mugumu, observándome, cantándome canciones de despedida.
Las casas de esta ciudad son de cien colores diferentes, salpicones de una revolución sandinista que fue y que se resiste a morir, habitantes camaleones a la espera de cazar o ser comidos, mimetizados para salir adelante.
Y yo, despojándome también de mis estorbos, más enquistados de lo que creía, como una dictadura que aún perdura después de muerta en esta Centroamérica. ¿Soy un mártir? Más bien soy como un soldado vivo de la revolución, sin descansar en paz.
En Poneloya, el corazón se encoje con la tormenta de nubes y claros sobre el mar, los labios se me tuercen y la barbilla tiembla, recta, esperando naufragar. Pero no es la fábrica de nubes que ando buscando. Tampoco estaba en Ometepe.
No sé qué más necesito para encontrar a mi amo (que creí tenerlo), un universo de nubes que vaya más lejos del universo propio. Pero, ¿dónde está? No lo sé y tal vez no lo encuentre. ¿Prefiero vivir como esclavo que morir como un rebelde? Tal vez me estoy desenamorando de mí. No era yo con quien había soñado.

Y mientras tanto, vendiendo nubes. Necesito saberme vulnerable otra vez, para reconfortarme.

6. Negocio cerrado por visita comercial

Amo, y ahora amo al revés, de atrás hacia delante, subiendo y desmoronándome de nuevo. Amo de mil colores diferentes, amo sin nubes en el horizonte y a través de ellas; amo por amar, por amarme, como un sonambulista, como un desequilibrista en su trapecio sin red; también sin las cuerdas que lo sujetan al cielo. Amo por no necesitarme más, amo porque por fin me tengo: aquel que no fui y aquel que me olvide de ser. Amo como los viudos, como las aves que buscan comida; como los reos, sin tiempos ni esperas. Amo como me amaría yo.

5. Un día antes de mi partida


Voy a Nicaragüa en busca de una fábrica de nubes. Necesito hacerme con un stock bueno y barato.
Chula Puñales me ha dicho que puedo encontrarla en Ometepe, justo antes de que caiga el sol. Las nubes acuden todos los días para beber agua del lago.
—También lo hacen para teñir de rojo los atardeceres —me aseguró.
Después, Chula Puñales me dijo que cuando ya no hay luz en Ometepe, se puede ver el reflejo de Don Matías en las aguas del lago. El viejo Matías es un pescador que vivió por allí hace algunos años y que pedalea en las noches hacia el cielo negro. Al parecer, el viejo enloqueció de amor por una promesa que le hizo a una muchacha morena.
—Encenderé las estrellas todas las noches del mundo por ti —le dijo.
Pero durante la guerra, la muchacha morena desapareció sin dejar rastro. Nadie más supo de ella, o tal vez no quieran contarlo. El viejo Matías tampoco volvió a enamorarse jamás, ni siquiera de la luna que le alumbra el camino cada noche cuando sube con su bicicleta para encender las estrellas, siempre silbando la misma canción:

Ay Nicaragüa, Nicaragüita,
la flor más linda de mi querer,
abonada con la bendita,
Nicaragüita, sangre de Diriangén.
Ay Nicaragüa sos más dulcita,
que la mielita de Tamagás,
pero ahora que ya sos libre,
Nicaragüita, yo te quiero mucho más.
pero ahora que ya sos libre,
Nicaragüita, yo te quiero mucho más

4. Miedos

Sé que tengo cientos de monstruos dentro de mí, miedos que aparecen en la parte izquierda de mi existencia o nubes Serpiente Cicatriz reptando sobre la línea de un horizonte del día que muere.
Los miedos que me asustan son los otros, los que no sé que tengo. Lo peor de ser persona es no tener ni pajorela idea de quién eres realmente, no contradecirte o crearte siempre. A veces, yo mismo me he creído un dios. ¡Carajo, aún lo sigo creyendo!; un dios facilón y conveniente, pero dios al fin de al cabo.
Ahora, estoy aprendiendo a dejar de serlo y convivir con mis monstruos, sentarme a su lado. Necesito tener espacio para mis nubes y, a mis miedos, he querido apartarlos desde hace tiempo. O al menos, esconderlos como se esconde un pedo. Pero, no. Siempre lo oculto acaba oliendo mal.
Hace unos meses, le dije a X que no la amaba. Mis monstruos llegaron enseguida, acompasados con su primera lágrima. «Que me refiero a ahora, que mañana no lo sé», le dije a X, como si ella pudiera entenderme. «Que no es por ti, que tú me pareces una mujer fantástica; que te aseguro que es por mí; que no estoy enamorado de otra…», continué disculpándome.  
Tuve que parecerle tan oscuro que X dejó de llorar en dos minutos. Y yo, apestando a mierda.

Hasta hace muy poco tiempo, el dejar de ser dios para X, me hubiera martirizado como cada cigarrillo fumado por un enfermo de cáncer. Ahora me dura hasta que ella cierra la puerta. He aprendido a enamorarme de mis nubes negras.

3. Cordones atados


















Chula Puñales tiene una pulsera de cascabeles atada en su tobillo derecho, las palmas de sus manos no tienen líneas y también tiene un círculo verde que bordea al marrón de sus ojos. Así es Chula Puñales.
Cuando la vi por primera vez, Chula estaba bailando con un negro sobre cuatro baldosas de La Habana Vieja. Al acabar, vino hacia mí y me preguntó mi nombre.
     Tienes el alma cansada, Vendedor —me dijo—. Pero también tienes el bicho metido en la barriga. No te dejará descansar.
Hablamos un par de veces por teléfono la semana siguiente, hasta que decidimos compartir nuestras nubes. Me llevó a conocer las suyas, imaginaciones distintas. Un día, ató los cordones de mis zapatos y me enseñó a balancearme como un junco. Fue entonces cuando me leyó un poema:
«Siento que me voy alejando, que voy saliéndome poco a poco, de esta realidad de las mañanas y las tardes y voy entrando a un mundo que estoy construyéndome con mis deseos y mis ansiedades y todas las cosas reprimidas que empiezan a querer salírseme y que me empujan, casi sin darme cuenta en la incertidumbre, allí donde deberé quedarme sola, donde me da miedo ir porque sé que tendré que asumir toda la responsabilidad del haberme dado cuenta, del saber que no todo es aire y agua y pan y leche y que hay algo más que nos rodea, que está en la atmósfera, que nos persigue y espera para envolvernos en esa belleza dolorosa que quisiéramos compartir y acercarla a los demás pero que, al contrario, nos aleja, nos hace sentirnos irreales, diferentes, como que acabáramos de nacer a un mundo que no conocimos hasta entonces o como que hubiésemos llegado de la estrella más cercana o de la más lejana y estamos abiertos totalmente a las hojas, al ruido, sintiendo derramarse la vida, sintiendo que nos acercamos a esa, la verdadera realidad, aunque todos crean lo contrario y nosotros no podamos explicárselo».             Gioconda Belli

Hoy, Chula Puñales se ha ido a Mugumu a fabricar agua para que existan las nubes. Nos separamos, la vida es así.
—No todo es aire y agua y pan y leche —me ha dicho, diciéndome adiós con la mano.
Cuando me acerqué para no olvidar el círculo verde que bordea al marrón de sus ojos, me pareció ver minúsculas nubes reflejadas en ellos.

Ahora sé que todas las nubes no se pueden comprar. Algunas nubes son tan bellas que permanecen siempre sin dueño.