COMPRA VENTA DE NUBES

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13. La fábrica de nubes de Chacocente

                     
En Chacocente, el mar enfurece los noches que no hay estrellas ni luna, como queriendo curtir las llagas del tiempo varado y crispar las nubes que enloquecen con rabia y desgarro, con furia indignada que mueve también al viento sin treguas ni aliento, de izquierda a derecha y de principio a fin. Ya, desde mar adentro, donde las olas rompen quebradas con la fuerza del diablo, el agua se convierte en espuma terrible y mísera, que lo mismo voltea a un mercante que envía un respingo de sal y algas a la otra parte del Pacífico Sur.
Y es que, en Chacocente, nadie sale a pescar las noches que no hay estrellas ni luna. Cuentan que este mar engulló, de un solo zarpazo, a no menos de seiscientos ladrones que venían a conquistar la Nicaragua, no se sabe en qué año. Dicen que sus almas, resquebrajadas de rabia durante tanto tiempo, son las que voltean el fondo marino para así huir de su ahogo y descansar en paz para siempre. Es entonces, las noches que no hay estrellas ni luna en Chacocente, cuando el mar huele a muerto y la playa se llena de troncos ancianos aniquilados quizás a miles de millas de distancia, como cuerpos sin rostro ni brazos que se arrastran por la arena y se enmarañan junto al verde selva de la tierra.
Pero esto sólo ocurre las noches que no hay estrellas ni luna en Chacocente, porque este mar de aguas siempre tibias es azul y calmo los días que tiene que serlo y de un gris anaranjado cuando así lo ordena. No es el sol quien cambia el color de las olas y la espuma, ni las nubes, ni los aires, ni las lunas, ni las lluvias, ni los fondos ni los medios, ni siquiera los veranos o los inviernos. Es el mar, el propio océano quien lo impera, quien lo habla, quien ordena cómo ser y a dónde llegar, a qué costa amar con sus caricias y a cuál odiar irritado.
Y la playa de Chacocente es muy larga y con nubes siempre del sur, de cielo azul, delimitada por acantilado y roca, ancha y de limpia arena fina. Pero también la playa de Chacocente es de cielo gris anaranjado, sin límites, estrecha y de arena oscura (muy larga y con nubes siempre del sur). Y de cielo enfurecido, acotada por olas inmensas que se estrellan contra una arena que se la traga; y, cómo no, muy larga y con nubes siempre del sur. Porque, la playa de Chacocente es a cada minuto distinta, está viva, en cada embestida del mar que rompe y se vuelve, escupe troncos y piedras que descansan como en un cementerio de huesos marrones en la ladera de un pequeño cerro, y después se los lleva.
Pero siempre, cada vez que la miras, la playa de Chacocente es muy larga y con nubes siempre del sur, el lugar ideal para tener una fábrica de nubes.

12. El preámbulo


             
La claridad suspiró delante de mis párpados, como desencadenantes de un huracán que lucha por empezar a soplar, sabiéndose vivo y que quiere entrar irremediablemente el ruido de sus melodiosos soplos, sin entendimientos y en busca de ellos, como dos cuerpos que se aman porque sí, sin caminos ni métodos.
Fui escupido por el mar hacia la tierra, como un parto desde los ecos remotos hacia las arenas blancas, desde la última caída, la definitiva, hacia las briznas de luz que, entonces, en aquel momento, empezaban a nacer.
Pero antes de encontrar la fábrica tuve que morir en aquel mar oscuro de Artillero y esto es algo que no me atrevo a contar. Mis perdones y mis empeños, como el sol lo había hecho por cíclica vez aquella misma tarde, quizás, o fue la mordedura de la oscuridad quien me mató. Su conocimiento me hizo entender que ya era libre, que la segunda vez ya no existe el veneno del miedo, como nos cuenta El Principito. O, tal vez, el misterio de la fábrica de nubes era demasiado grande y me había despojado de él para así hacerlo mío, desobedecerlo y a la vez encontrarlo.
Me lavé en aquel agua negra.
Y es que, para crear el alba, antes tuvo que haber un atardecer muerto. Después es cuando el sol, fecundado por la noche y despojado de las iras y los amores que aprendió durante el día, resucita puro siendo otro, limpio de re-sentimientos. Todos los días.
Y fue entonces, cuando la noche hizo el amor con el mar, despacio, con caricias de ojos cerrados. Después, lo fecundó en un orgasmo unísono y tierno y preparó su vientre para una gestación que me volteó de mil maneras diferentes en aquel líquido amniótico salado. Acabé por olvidarme de quien no era y de quien creía ser.
Amanecí (nací) con el sol, a la misma vez, despojándome por mí mismo de la placenta, por el este, como él, mi parte derecha del cerebro. Después, como también lo hace el sol cada día, ya habría tiempo de describir una parábola hacia mi parte izquierda, el oeste, reverenciando la órbita de un planeta que dibuja figuras simbólicas que después vuelan y desaparecen.
Empecé allí, en Chacocente, donde el mar me había devuelto, a abrir los ojos. Frente a mí amaneció una nube saliendo del mar. Por vez primera no la miraba. La acariciaba.


11. Desilusión


Anduve por toda Nicaragüa en busca de la fábrica de nubes. Creí encontrarla en Cerro Negro, cerca de León, donde emergen limpias y esponjosas desde las laderas del cráter empinado, como la nata que crece en un cazo oscuro. Pero allí no estaba la fábrica. Solo era un lugar donde las nubes acuden a contrastarse con el negro de lava quemada, como un control de calidad antes de emprender el viaje. Busqué también en el Telica, o en el Cosigüina, ese otro volcán donde las nubes se bañan cada mañana. Y en el Madera y el Asunción, los dos cuencos desiguales de Ometepe.
Allí, en una panga en medio del lago Cocibolca, un tipo me aconsejo que no buscara en los volcanes, ya que son heridas de la Tierra y no fábrica de nubes.
―En el mar. Es allí donde debes ir a buscarla.
Y tuve que conseguir un pasaje en un barco pakistaní que me llevase a buscar la fábrica. Había dos únicos tripulantes a bordo: el capitán, que nunca me dijo su nombre, tan mustio que jamás lo vi sonreír, y Felipe, un grumete de Barbados de ojos negros y hundidos y que sólo comía carne de colibrí. Aquellos dos tipos navegaban a tres millas de la costa para pescar anzuelos perdidos en el mar. Era su trabajo.
En aquel barco, sin estar demasiado alejado del litoral Pacífico de Nicaragüa, podría encontrar la fábrica. Pero, ¡ingenuo de mí!, en tres semanas de marinería, ni un solo anzuelo ni fábrica alguna.
Un día, desesperado, subí al palo mayor y la busqué durante nueve horas seguidas, hasta el atardecer. No la vi.
Felipe, (estoy seguro que por pena), subió a hablar conmigo.
―En un barco, como en los trenes, en los coches o en los aviones, las nubes son irreales ―me dijo―. El movimiento continuo castiga lo que es y lo distorsiona sin reparos. Lo que ahora estás viendo, ya no existe, como tampoco existe lo que ya no ves. Rodrigo de Triana gritó «tierra a la vista» aquel día, ¿verdad? Lo hizo porque no existía lo que andaban buscando, las tierras vírgenes, y por eso dijeron «descubrir» lo que ya estaba descubierto, conquistar lo que ya estaba conquistado. No esperes encontrar nada que sea real en un barco que pesca anzuelos. Tu sitio no está en el mar, está en tierra.
Bajé del palo mayor y fui a hablar con el capitán.

―Cuando anochezca ―me dijo mientras se limpiaba la suciedad de las uñas con un anzuelo de oro―, te llevaremos hacia aquellas luces. Aquí no hay puertos ni fondeaderos. Deberás nadar para llegar a la costa.

10. Nube emergente en Cerro Negro




Compré una nube emergente en Cerro Negro. Después, escribí en la balconada abierta de la noche:
«Sí, está bien, como no lo había planeado,
como no lo había robado a los círculos de la imaginación;
y también, por qué no, a la magia callada durante tanto tiempo,
detrás de cada noche no estrellada y sin luna,
tan sólo con mar rugido, devorado por los noes y por el rojo fuego
de los quehaceres que cada día me ahogan»

9. Nadie me lleva a conocer una fábrica de nubes



En la espera, anoche vi un concierto en el Divino Castigo. Hay gente que no tiene casa y otros que lo gritan con el puño cerrado, con fuerza y con una guitarra.
«Qué triste se oye la lluvia en los techos de cartón,
qué lejos pasa la esperanza en las casas de cartón...»

La gente grita. «Aguas arriba todo será más fácil». Cada día, un poquito más en cada poema, en cada nota, hasta endurecer las heridas de los nudillos que golpean las puertas cerradas.
«Al final, siempre sale bien». Lo aprendí aquí en León de Deschampsia Antarctica. Pero hay gente que no tiene casa, o que se van para no volver, con un llanto cuesta arriba, y no entiendo los colores de esta post-revolución.
«Niños color de mi tierra, con sus mismas cicatrices,
millonarios de lombrices, y por eso,
que triste viven los niños en las casas de cartón...»

«Todo es más fácil», gritan en León, «cada uno que contagie al vecino, desorganizando sus nubes entre sus cables cortocircuitados, con las pupilas bien abiertas, y a empujar  como fichas de dominó que caen en cadena. Después, sólo hay que dar un plástico al que no lo tiene y un ladrillo al que ya está seco».
Y yo estoy de acuerdo con ellos. Después, algún día, cuando seamos fuertes, tendremos que convencer al malote de que deje de ser malote.

Tiene que llover para todos igual. 

8 .Greta



Greta se muerde las uñas, me mira, se espera, se ríe y bosteza. Greta camina todos los días por los senderos de Las Peñitas y Poneloya, invisibles en la arena de la playa, pero también imborrables de tanto recorrerlos. Greta lleva su caja de cartón llena de conchas y caracolas, sin importarle demasiado si alguien quiere comprárselas, tan sólo que ella va a venderlas. Greta se pone delante del mar, trenza de mis imaginaciones que resbalan sobre la espuma, fuertes embestidas de azul en esta tarde.
La guitarra de Santana suena en los altavoces del bar y un perro está aullando sobre los copases. Bebo un trago de mi Toña y Greta me grita desde detrás de la barandilla.
—¡Gringo, tengo sed!
Y después, Greta, como hace siempre, saca esa sonrisa melosa, sabiéndola su arma.
—Ayer ya te invité a una —le digo a Greta—. Y no me llames gringo. Gringos son los americanos.
—No le dije gringo, le dije amigo. ¡Dele, una gaseosa, amigo! —dice Greta.
Y para Greta, todos somos iguales. Qué más da gringos o amigos, ¿en qué se distinguen? Sólo se acuerda de quién le compró ayer una concha, para hoy venderle otra más.
Me ofrece una caracola. «Para usarla como cenicero», me dice.
—No la quiero.
—¡No la quiero, no la quiero! —se burla— ¡Vamos, dele, dele... Cómprela!
Greta se queda a mi lado, mirándome, mirándose. «¡Cómprela, cómprela...!». Greta no se irá hasta que consiga venderme algo. Ayer fue una tortuga, otra más, «un collar que los hace mi primo», otro también, dos cocos y la luz que le regala al mar.

Al atardecer, Greta deja su caja de cartón en la arena y juega con sus amigos a ser Greta, la niña. Ya no hay gringos ni amigos en la playa. Ya no hay a quién vender. Después sueña con una casa hecha de conchas de mar.

7 Desde Nicaragua. Esta revolución que no acaba




Y en cada cuadra de León (Nicaragüa), una nube de Mugumu, observándome, cantándome canciones de despedida.
Las casas de esta ciudad son de cien colores diferentes, salpicones de una revolución sandinista que fue y que se resiste a morir, habitantes camaleones a la espera de cazar o ser comidos, mimetizados para salir adelante.
Y yo, despojándome también de mis estorbos, más enquistados de lo que creía, como una dictadura que aún perdura después de muerta en esta Centroamérica. ¿Soy un mártir? Más bien soy como un soldado vivo de la revolución, sin descansar en paz.
En Poneloya, el corazón se encoje con la tormenta de nubes y claros sobre el mar, los labios se me tuercen y la barbilla tiembla, recta, esperando naufragar. Pero no es la fábrica de nubes que ando buscando. Tampoco estaba en Ometepe.
No sé qué más necesito para encontrar a mi amo (que creí tenerlo), un universo de nubes que vaya más lejos del universo propio. Pero, ¿dónde está? No lo sé y tal vez no lo encuentre. ¿Prefiero vivir como esclavo que morir como un rebelde? Tal vez me estoy desenamorando de mí. No era yo con quien había soñado.

Y mientras tanto, vendiendo nubes. Necesito saberme vulnerable otra vez, para reconfortarme.

6. Negocio cerrado por visita comercial

Amo, y ahora amo al revés, de atrás hacia delante, subiendo y desmoronándome de nuevo. Amo de mil colores diferentes, amo sin nubes en el horizonte y a través de ellas; amo por amar, por amarme, como un sonambulista, como un desequilibrista en su trapecio sin red; también sin las cuerdas que lo sujetan al cielo. Amo por no necesitarme más, amo porque por fin me tengo: aquel que no fui y aquel que me olvide de ser. Amo como los viudos, como las aves que buscan comida; como los reos, sin tiempos ni esperas. Amo como me amaría yo.