COMPRA VENTA DE NUBES

Gracias a todxs los lectores que pasaron por aquí.
Este negocio se cerró en 2008

20. Rascacielos en vez de nubes


No puedo soportar por más tiempo esta ciudad, ni sus nubes mañaneras por debajo de las cuatro moles de hormigón y cristal que aquí están construyendo. Para algunos son bonitas, «de metrópoli avanzada», según dicen, pero para mí no son más que las cuatro puntas afiladas de un tenedor oxidado.
Todos los días, en los atascos kilométricos que padezco para ir a trabajar, tengo que digerir su babélica forma durante algo más de una hora. Las siento tan ridículas como regalarle una antena parabólica a una familia de nómadas.
A veces me entran ganas de subirme a la torre más alta y saltar al vacío, sin nubes que me detengan. Mi Otro Yo, un tipo trajeado que aparece de la nada en mis peores momentos, siempre tiene que poner la puntilla a mi rabia desde el asiento del copiloto:
―Ten cuidado ―me recrimina―. Esos pensamientos son el preludio de un suicidio.
Cuando me dice cosas así, agarro fuerte al volante para no tirarme a su cuello y apretar del todo el nudo de su corbata. Después, me calmo, respiro, lo miro con desprecio y de vez en cuando soy capaz de contestarle, como hoy.

―¿Preludio de un suicidio? ―le he dicho―. Lo que es un suicidio es seguir viviendo en esta ciudad.

19. Una tarde en el nubódromo

Esta mañana he dado un paseo de domingo. Elegí una nube Young Cloud del 84 de mi colección particular. Necesitaba sentirme adolescente. Me enfundé mi gorro y mis gafas de aviador (regalo del Capitán Chirinos, otro Vendedor con delegación en Arekuna. Venezuela) y salí volando a uno de esos mercadillos dominicales de las grandes ciudades. «¿Camden Town?», me pregunté, «No, hoy no estoy para ingleses». Decidí volar entonces hasta el Rastro, por cercanía y por comodidad. Llegué enseguida, casi no había tráfico en el cielo de Madrid y dejé la nube atada a uno de los árboles de la Plaza de Oriente. Me apetecía andar un poco.
Callejeé por Cascorro, esta vez sin rumbo fijo, «que si ahora por esta calle… No, ¿por qué no por allí?; que si ahora por esta otra…, pero aquí me siento…», haciendo caso omiso a lo que mi mente decía, solo siguiendo mis piernas. Rastreé un poco entre los puestos, calle arriba, calle abajo, y me detuve en las antigüedades para preguntar por portátiles sin acceso a internet y móviles sin cobertura, aparejos muy cotizados dentro de unos años.
Después, comí algo y decidí irme al nubódromo para aprovechar la tarde. Hacía tiempo que no iba.
El nubódromo es un lugar parecido a un circuito de carreras. En vez de competir, se sueña, y en vez de coches, caballos o galgos son nubes con jinete las que dan vueltas a la pista circular, despacio, mezclándose unas nubes con otras. Una de ventajas de las grandes ciudades es tener sitios como el nubódromo.
Esta vez, el sueño fue de adolescente engreído, quizás por conducir una Young Cloud del 84, pero también fue bonito. Soñé que en la presentación del libro que acababa de publicar, Compra Venta de nubes, había algunas caras conocidas (el Loko, mi Primo, Chula Puñales que acababa de llegar, mis padres, Johan Schnabel y los dos Powers, los representantes de la Corresponsalía Anónima Artesana, Tikun…) mezcladas con otras anónimas y desconocidas para mí. El ambiente era distendido y hablador, de un murmullo agradable, hasta que se hizo el silencio para que yo charlase sobre mi libro. Capté la atención de la audiencia sin demasiado esfuerzo, durante algo más de media hora, combinando mis impresiones sobre literatura y nubes con chistes ingeniosos y anécdotas graciosas. Cuando Hurón, el maestro de ceremonias (que se negó a que hubiese cocacola en el cóctel), me invitó a decir unas últimas palabras, yo se lo agradecí. Por primera vez tenía a un público abierto a mis pretensiones para expresar lo único importante. Así que saqué unas cartulinas naranjas del bolsillo de mi pantalón y leí en voz alta lo que ponía en una de ellas:
―«Existen más de treinta conflictos armados, olvidados por la comunidad internacional, que generan desplazamientos forzosos de la población».
Después, se la entregué a mi padre y leí otra.
―«Doscientos cincuenta millones de niños menores de catorce años son forzados a trabajar en todo el mundo».
Esta vez se la di en mano a una desconocida y continué leyendo las cartulinas naranjas.
―«En los países en vías de desarrollo viven mil tres cientos millones de personas por debajo de la línea de pobreza, más de cien millones de personas viven en estas condiciones en los países industrializados, y ciento veinte millones en Europa Oriental y Asia Central».
―«Regiones de Tanzania, cuentan con un índice de SIDA del cuarenta y cinco por ciento».
Y así una, otra, otra cartulina naranja, poniéndolas después en manos conocidas y en otras que jamás había visto.
La última cartulina la leí en medio de la sala, con el corro de mis invitados alrededor.
Pero esa última cartulina no se entregué a nadie. Simplemente extendí el brazo y, después de unos segundos, una mano anónima la recogió.

Ahora, una vez que he salido del nubódromo, tengo que descifrar cómo era el rostro que  pertenecía a aquella mano, porque fue a la única que no le entregué nada. Entendió que hay moverse y agarrar la realidad.

18. Nubes de fuego

Hoy ha venido un reportero a casa para hacerme una entrevista. El tipo trabaja para un periódico local, uno de esos de tirada masiva, gratuita basura. En realidad, se trata de un trueque: inserté publicidad del negocio hace un par de meses y, a cambio, ellos me prometieron un pluri reportaje a doble página y a todo color.
Me ilusioné cuando me avisaron para la entrevista, lo reconozco. En unos días, estaría pasando las hojas del primer ejemplar que cayera en mis manos. Allí estaría yo, con mi Compra Venta de Nubes ilustrada en la magia del papel y mi foto en actitud reflexiva, como los grandes escritores que aparecen en los suplementos culturales.
La cita era a las seis en punto. Así que, después de comer, he limpiado la casa para dar mejor impresión, he ido a comprar pastelitos y he preparado café. También me he duchado y perfumado.
El timbre no ha sonado hasta las siete y, en vez de la preciosa periodista que mi imaginación esperaba (una con gafas de moldura negra, labios pintados y libreta en mano), se ha presentado un tipo gris que escuchaba no sé qué música en su mp3. Ni siquiera le acompañaba un fotógrafo. Me ha dicho su nombre, pero no lo recuerdo. Tenía cara de Pablo, Gustavo o Borja.
―He subido las persianas para que tengas mejor luz para las fotos ―le he sugerido.
―Ah… Las fotos… ¿No te lo han dicho? No hay espacio. Con una de carnet que tengas por ahí será suficiente ¿Tienes alguna que estés guapo?
A la vista de la falta de generosidad de mi entrevistador, he preferido no sacar los pastelitos y retirar el café. Me he sentado frente a él a esperar sus preguntas.
― Bueno… Así que tú compras y vendes nubes y también escribes. ¿Para qué lo haces? ―me ha preguntado.
El irreverente de Pablogustavoborja se ha asustado al ver mi cara de desprecio.
―Y tú, ¿para qué cagas? ―le he interrogado yo, plagiando a Bukowski―. Pues eso. Porque lo necesito.
Ya no recuerdo más de la entrevista; sólo que estaba impaciente por salir a cazar unas nubes de fuego que veía por la ventana.

17. El Loko


Ayer, en nuestra cita diaria para mirar el mar, el Loko quiso sugerirme algo (las sugerencias del Loko van más allá de las palabras y del sabio consejo).
―Un negocio de compra-venta de nubes ―me dijo―, no puede ser tan oscuro. Debes darle luz, más allá del último color.
Pensé en el concepto, «más allá del último color», porque detrás de los mensajes del Loko, siempre hay algo más, otro eslabón mágico de la cadena que no se ve a simple vista. Después, con la mirada en el mar, se lo quise explicar.
―Mira, Loko ―le dije―, las nubes, todas las que compro o las pocas que vendo, no son más que sueños y emociones que viajan de un lado a otro, desde la cripta oscura de la soledad hasta la fluorescencia de la vida. Siempre que veas una nube, existe porque alguien soñó con algo más, con algo mejor, aunque luego esas nubes desaparezcan. Yo no soy nadie para dar más luz a nada. 
Fue en ese momento, con la mirada del Loko clavada en la mía, cuando el color del mar cambió a ocre, ese solo instante puro que acudimos a contemplar todos los días.
El Loko, reservado como siempre ha sido, me miró otra vez a los ojos.
―Te entiendo, Vendedor ―me dijo.

―Sí, yo también a ti, Loko ―contesté.
o

16. Demanda desestimada

Hace un par de días me llamó un tipo interesado en comprar nubes.
―Un pedido importante, unas ciento cincuenta ―me dijo―. Regento una administración y se las quiero regalar a mis empleados por navidad.
Le convencí de que yo era la persona que estaba buscando (no podía dejar pasar una oportunidad como aquella), con amplia experiencia en el mercado y con un servicio post-entrega de lo más serio y avalado. Siguiendo sus órdenes, le mandé un burofax adjuntando un dossier explicativo de la ofertanube, un presupuesto ajustado y la exigida factura proforma. Él propuso las condiciones de pago: a sesenta noches.
A las pocas horas me llamó su secretaria.
―Pedido aceptado ―me confirmó aquella voz gélida.
Colgué el teléfono y apreté el puño de mi mano derecha.  Aquella venta me salvaría el mes.
Ahora, con tiempo suficiente para pensar, creo que me he equivocado y entiendo el significado dañino de aquel puño cerrado. Las cuentas no me salen o, mejor dicho, no me satisfacen. El comprar y vender nubes no es una mera transacción comercial con moneda de curso legal de por medio, ni una operación financiera con rappels y descuentos. No quiero engrandecer mi cuenta bancaria (solvente, por ahora), con alejamientos de sueños. Si al menos me pudiese pagar con brisas de mar…
 Le llamaré hoy, también a través de su secretaria, para desestimar su demanda. 

15. Vuelta


Me distraigo en nubes que no siento y en sueños que camuflan mi esencia. Vuelta a empezar. Todo es más fácil desde la sonrisa que me produce el darme cuenta.

Ya ha pasado el verano y aún no he dejado mi trabajo en esta dichosa oficina.

14. Se compra


En un atardecer naranja sobre el océano plateado,
con una varita mágica que baila cumbia a merced del viento templado
y dé minúsculos toques sobre las crestas más empinadas de las olas
que después esparcen miles de estrellitas doradas hacia mar adentro,
ahora es donde me encuentro.

Pero sin nadie que quiera comprar nubes.