COMPRA VENTA DE NUBES

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Este negocio se cerró en 2008

24. Mis pies


Me he quitado mis chanclas negras y las he colgado en la pared del salón, como si fueran un cuadro. Así podré verlas todos los días y sabré por dónde piso. El problema es que están colocadas como si caminasen hacia abajo, mirando al suelo. No me ha gustado verlas así. Creo que, ahora, mi camino es hacia arriba, buscando el azul lejano. Sí, junto a las nubes.

Pero después he mirado mis pies. Estaban descalzos, libres. Entonces me he dado cuenta que no se trata de caminar hacia arriba o hacia abajo, descalzo o con zapatos, sino que sólo se trata de caminar, sintiendo que la tierra se mueve debajo de nosotros.    

23. De regreso de África

El viernes por la noche me fui hasta África. Elegí una nube recién regalada por Johan Shnabel llamada Sierrilla, impecable, preciosa. Se pone de cero a cien sueños/hora en menos de ocho segundos. El sábado, al medio día, ya estaba en el Lago Victoria, al lado de Chula Puñales.
Pero apenas pude hablar con ella. Un brote de malaria la mantiene en cama con fiebre alta. Es el precio del fabricar agua en Mugumu. Otros precios de África son las guerras y la sequía. Y hay muchos más precios. No es suficiente con unas gafas de sol para protegerme del ahogo.
Le he escrito una nota antes de irme:
«Buenos días, Chula. Espero que hayas dormido bien. Me tengo que ir en mi nube. No te despierto. He estado abrazándote todo la noche, como si fuese una vida entera. Sudabas».
El domingo temprano salí de nuevo hacia Madrid. Demasiado tráfico aéreo en el Estrecho de Gibraltar, con varios helicópteros de la guardia civil española sobrevolando los cadáveres de inmigrantes en las aguas de la muerte, como buitres que limpian la carroña de la entrada de Europa.

Mientras tanto, otros cientos de inmigrantes africanos se escondían en el monte Gurugú de Marruecos para saltar la valla de Melilla. 

22. Luz


Mi Otro Yo ha estado tres días dándome el coñazo. Su maldito «bien hacer» no desaparece ni con el abundante Ron Pálido que bebo por las noches.
Por la mañana, el rin tin tin de su voz maléfica me martillea la cabeza.
―Te dije que no deberías beber tanto ―me dice.
La verdad: este tipo me produce acidez de alma. No soporto su meto me en todo facilón.
Pero hoy me he levantado más fuerte que él y con ganas de plantarle cara. Cuando bajábamos a trabajar en el coche, el sol deforme sobre los atascos de Madrid me ha hecho ver la luz.
―Mira, tío ―le he dicho―. Tú me respetas a mí y yo te respeto a ti, ¿vale?
―No sé de qué me hablas ―me ha contestado con cara de imbécil.

Mi Otro Yo es incorregible, pero al menos me ha dejado en paz durante todo el día. Creo que este fin de semana podré deshacerme de él. Así aprovecho y me doy un largo paseo en nube. A África, por ejemplo.

21. Agradeci-miento



Siempre estuve en contra del orden alfabético. Ya, con apenas diez años, comencé a germinar ideas "feas" en mi cabeza para provocar el primer motín conocido en la escuela, aunque nunca llegó a suceder.
Pretendía, aún siendo un niño, que los profesores pasasen lista en orden contra-alfabético todas las mañanas, es decir, empezando por la Z y siguiendo por la Y. Así, Zambón y Yebra, casualmente los alumnos menos aventajados de la clase, tendrían las mismas posibilidades en la vida que Álvarez y Bueno.
Mi Zetaydario, como así llamé a mi invento, no tuvo la mínima repercusión y mis compañeros empezaron a tratarme como oveja negra. También los profesores que me veían como a un bicho raro que había que exterminar. Doña Petra fue la primera en empezar.

―¡Indecente, ¿es que siempre tienes que estar en las nubes?! ―me gritaba la Petra mientras me zarandeaba delante de los demás niños. 

―Pero…, señorita ―discrepaba yo―. ¿Por qué tiene que ser como usted diga?

La única respuesta fue un bofetón y el silencio de toda la clase.
Años después, en la facultad, me di cuenta de que mi sueño infantil estaba lleno de errores: la vida no estaba hecha para seguir un orden, ni de la A a la Z, ni de la Z a la A. Siempre habría alguien que saldría desfavorecido. El secreto estaba en la desorganización. Propuse, pues, que cada día se pasase lista de una manera diferente, de forma aleatoria: ¿Muñoz?, Presente; ¿Casares?, Presente, ¿Pizones?, Presente, ¿Abadía?, Presente. El equilibrio estaba precisamente el caos, imaginar algo nuevo todos los días. 
Aquellos fueron unos preciosos meses. Con ayuda de algunos compañeros, conseguí convencer a un par de profesores, casualmente los más progresistas. Ya no había primeros ni últimos al iniciar la clase. Todos éramos iguales y las mañanas comenzaban sin el orden que nuestro apellido imponía.
Pero había que hacer más, quedarse quieto era dejar de existir. Mi reivindicación necesitaba ir más lejos. Se aproximaba el final de curso y comenté mi idea en asamblea: si únicamente nos trataban como una calificación, si solo éramos un número, una nota en un examen, si no les importábamos una mierda, ¿por qué los profesores tenían que saber nuestros nombres?, ¿con qué derecho? Éramos sus alumnos, no sus hijos.
Creo que fue Don Ricardo Crespo, uno de los candidatos al puesto de rector, quien incitó una revuelta entre los docentes. Me querían expulsar de la universidad. La contra de la contra. A las pocas días encontraron entre mis apuntes una foto de Ernesto Guevara de la Serna, motivo más que suficiente para los Don Ricardo de aquella época para poder expulsarme. Tenían el beneplácito de mis compañeros de viaje. Se bajaron en aquella estación. 
Fracasé en mis estudios, lo sé, y por eso me dediqué a comprar y a vender nubes.
Creo que es a usted, Don Ricardo, a quien debo agradecérselo. También a Doña Petra. No saben bien el favor que me hicieron al no seguir su decencia.