COMPRA VENTA DE NUBES

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8 .Greta



Greta se muerde las uñas, me mira, se espera, se ríe y bosteza. Greta camina todos los días por los senderos de Las Peñitas y Poneloya, invisibles en la arena de la playa, pero también imborrables de tanto recorrerlos. Greta lleva su caja de cartón llena de conchas y caracolas, sin importarle demasiado si alguien quiere comprárselas, tan sólo que ella va a venderlas. Greta se pone delante del mar, trenza de mis imaginaciones que resbalan sobre la espuma, fuertes embestidas de azul en esta tarde.
La guitarra de Santana suena en los altavoces del bar y un perro está aullando sobre los copases. Bebo un trago de mi Toña y Greta me grita desde detrás de la barandilla.
—¡Gringo, tengo sed!
Y después, Greta, como hace siempre, saca esa sonrisa melosa, sabiéndola su arma.
—Ayer ya te invité a una —le digo a Greta—. Y no me llames gringo. Gringos son los americanos.
—No le dije gringo, le dije amigo. ¡Dele, una gaseosa, amigo! —dice Greta.
Y para Greta, todos somos iguales. Qué más da gringos o amigos, ¿en qué se distinguen? Sólo se acuerda de quién le compró ayer una concha, para hoy venderle otra más.
Me ofrece una caracola. «Para usarla como cenicero», me dice.
—No la quiero.
—¡No la quiero, no la quiero! —se burla— ¡Vamos, dele, dele... Cómprela!
Greta se queda a mi lado, mirándome, mirándose. «¡Cómprela, cómprela...!». Greta no se irá hasta que consiga venderme algo. Ayer fue una tortuga, otra más, «un collar que los hace mi primo», otro también, dos cocos y la luz que le regala al mar.

Al atardecer, Greta deja su caja de cartón en la arena y juega con sus amigos a ser Greta, la niña. Ya no hay gringos ni amigos en la playa. Ya no hay a quién vender. Después sueña con una casa hecha de conchas de mar.

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