Anduve por toda Nicaragüa en busca de la fábrica
de nubes. Creí encontrarla en Cerro Negro, cerca de León, donde emergen limpias
y esponjosas desde las laderas del cráter empinado, como la nata que crece en
un cazo oscuro. Pero allí no estaba la fábrica. Solo era un lugar donde las
nubes acuden a contrastarse con el negro de lava quemada, como un control de
calidad antes de emprender el viaje. Busqué también en el Telica, o en el Cosigüina,
ese otro volcán donde las nubes se bañan cada mañana. Y en el Madera y el
Asunción, los dos cuencos desiguales de Ometepe.
Allí, en una panga en medio del lago Cocibolca,
un tipo me aconsejo que no buscara en los volcanes, ya que son heridas de la
Tierra y no fábrica de nubes.
―En el mar. Es allí donde debes ir a buscarla.
Y tuve que conseguir un pasaje en un barco
pakistaní que me llevase a buscar la fábrica. Había dos únicos tripulantes a
bordo: el capitán, que nunca me dijo su nombre, tan mustio que jamás lo vi
sonreír, y Felipe, un grumete de Barbados de ojos negros y hundidos y que sólo
comía carne de colibrí. Aquellos dos tipos navegaban a tres millas de la costa
para pescar anzuelos perdidos en el mar. Era su trabajo.
En aquel barco, sin estar demasiado alejado del
litoral Pacífico de Nicaragüa, podría encontrar la fábrica. Pero, ¡ingenuo de
mí!, en tres semanas de marinería, ni un solo anzuelo ni fábrica alguna.
Un día, desesperado, subí al palo mayor y la
busqué durante nueve horas seguidas, hasta el atardecer. No la vi.
Felipe, (estoy seguro que por pena), subió a
hablar conmigo.
―En un barco, como en los trenes, en los coches o
en los aviones, las nubes son irreales ―me dijo―. El movimiento continuo
castiga lo que es y lo distorsiona sin reparos. Lo que ahora estás viendo, ya
no existe, como tampoco existe lo que ya no ves. Rodrigo de Triana gritó
«tierra a la vista» aquel día, ¿verdad? Lo hizo porque no existía lo que
andaban buscando, las tierras vírgenes, y por eso dijeron «descubrir» lo que ya
estaba descubierto, conquistar lo que ya estaba conquistado. No esperes
encontrar nada que sea real en un barco que pesca anzuelos. Tu sitio no está en
el mar, está en tierra.
Bajé del palo mayor y fui a hablar con el capitán.
―Cuando anochezca ―me dijo mientras se limpiaba
la suciedad de las uñas con un anzuelo de oro―, te llevaremos hacia aquellas
luces. Aquí no hay puertos ni fondeaderos. Deberás nadar para llegar a la
costa.
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