Greta se muerde las uñas, me mira, se espera, se ríe y bosteza. Greta
camina todos los días por los senderos de Las Peñitas y Poneloya, invisibles en
la arena de la playa, pero también imborrables de tanto recorrerlos. Greta
lleva su caja de cartón llena de conchas y caracolas, sin importarle demasiado
si alguien quiere comprárselas, tan sólo que ella va a venderlas. Greta se pone
delante del mar, trenza de mis imaginaciones que resbalan sobre la espuma,
fuertes embestidas de azul en esta tarde.
La guitarra de Santana
suena en los altavoces del bar y un perro está aullando sobre los copases. Bebo
un trago de mi Toña y Greta me grita desde detrás de la barandilla.
—¡Gringo, tengo sed!
Y después, Greta, como
hace siempre, saca esa sonrisa melosa, sabiéndola su arma.
—Ayer ya te invité a una —le digo a Greta—. Y no me
llames gringo. Gringos son los americanos.
—No le dije gringo, le dije amigo. ¡Dele, una gaseosa, amigo! —dice Greta.
—No le dije gringo, le dije amigo. ¡Dele, una gaseosa, amigo! —dice Greta.
Y para Greta, todos somos
iguales. Qué más da gringos o amigos, ¿en qué se distinguen? Sólo se acuerda de
quién le compró ayer una concha, para hoy venderle otra más.
Me ofrece una caracola. «Para usarla como
cenicero», me dice.
—No la quiero.
—¡No la quiero, no la quiero! —se burla— ¡Vamos, dele, dele... Cómprela!
Greta se queda a mi
lado, mirándome, mirándose. «¡Cómprela, cómprela...!». Greta no se irá hasta
que consiga venderme algo. Ayer fue una tortuga, otra más, «un collar que los
hace mi primo», otro también, dos cocos y la luz que le regala al mar.
Al atardecer, Greta deja
su caja de cartón en la arena y juega con sus amigos a ser Greta, la niña. Ya
no hay gringos ni amigos en la playa. Ya no hay a quién vender. Después sueña
con una casa hecha de conchas de mar.
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