La claridad suspiró
delante de mis párpados, como desencadenantes de un huracán que lucha por
empezar a soplar, sabiéndose vivo y que quiere entrar irremediablemente el
ruido de sus melodiosos soplos, sin entendimientos y en busca de ellos, como
dos cuerpos que se aman porque sí, sin caminos ni métodos.
Fui escupido por el mar
hacia la tierra, como un parto desde los ecos remotos hacia las arenas blancas,
desde la última caída, la definitiva, hacia las briznas de luz que, entonces,
en aquel momento, empezaban a nacer.
Pero antes de encontrar
la fábrica tuve que morir en aquel mar oscuro de Artillero y esto es algo que
no me atrevo a contar. Mis perdones y mis empeños, como el sol lo había hecho
por cíclica vez aquella misma tarde, quizás, o fue la mordedura de la oscuridad
quien me mató. Su conocimiento me hizo entender que ya era libre, que la
segunda vez ya no existe el veneno del miedo, como nos cuenta El Principito. O,
tal vez, el misterio de la fábrica de nubes era demasiado grande y me había
despojado de él para así hacerlo mío, desobedecerlo y a la vez encontrarlo.
Me lavé en aquel agua
negra.
Y es que, para crear el
alba, antes tuvo que haber un atardecer muerto. Después es cuando el sol,
fecundado por la noche y despojado de las iras y los amores que aprendió
durante el día, resucita puro siendo otro, limpio de re-sentimientos.
Todos los días.
Y fue entonces, cuando
la noche hizo el amor con el mar, despacio, con caricias de ojos cerrados.
Después, lo fecundó en un orgasmo unísono y tierno y preparó su vientre para
una gestación que me volteó de mil maneras diferentes en aquel líquido
amniótico salado. Acabé por olvidarme de quien no era y de quien creía ser.
Amanecí (nací) con el
sol, a la misma vez, despojándome por mí mismo de la placenta, por el este,
como él, mi parte derecha del cerebro. Después, como también lo hace el sol
cada día, ya habría tiempo de describir una parábola hacia mi parte izquierda,
el oeste, reverenciando la órbita de un planeta que dibuja figuras simbólicas
que después vuelan y desaparecen.
Empecé allí, en
Chacocente, donde el mar me había devuelto, a abrir los ojos. Frente a mí
amaneció una nube saliendo del mar. Por vez primera no la miraba. La
acariciaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario