Esta mañana he dado un
paseo de domingo. Elegí una nube Young Cloud del 84 de mi colección
particular. Necesitaba sentirme adolescente. Me enfundé mi gorro y mis gafas de
aviador (regalo del Capitán Chirinos, otro Vendedor con delegación en Arekuna.
Venezuela) y salí volando a uno de esos mercadillos dominicales de las grandes
ciudades. «¿Camden Town?», me pregunté, «No, hoy no estoy para ingleses».
Decidí volar entonces hasta el Rastro, por cercanía y por comodidad. Llegué
enseguida, casi no había tráfico en el cielo de Madrid y dejé la nube atada a
uno de los árboles de la Plaza de Oriente. Me apetecía andar un poco.
Callejeé por Cascorro,
esta vez sin rumbo fijo, «que si ahora
por esta calle… No, ¿por qué no por allí?; que si ahora por esta otra…, pero
aquí me siento…», haciendo caso omiso a lo que mi mente decía, solo
siguiendo mis piernas. Rastreé un poco entre los puestos, calle arriba, calle
abajo, y me detuve en las antigüedades para preguntar por portátiles sin acceso
a internet y móviles sin cobertura, aparejos muy cotizados dentro de unos años.
Después, comí algo y
decidí irme al nubódromo para
aprovechar la tarde. Hacía tiempo que no iba.
El nubódromo es
un lugar parecido a un circuito de carreras. En vez de competir, se sueña, y en
vez de coches, caballos o galgos son nubes con jinete las que dan vueltas a la
pista circular, despacio, mezclándose unas nubes con otras. Una de ventajas de
las grandes ciudades es tener sitios como el nubódromo.
Esta vez, el sueño fue
de adolescente engreído, quizás por conducir una Young Cloud del
84, pero también fue bonito. Soñé que en la presentación del libro que acababa
de publicar, Compra Venta de nubes, había algunas caras conocidas (el Loko,
mi Primo, Chula Puñales que acababa de llegar, mis padres, Johan Schnabel
y los dos Powers, los
representantes de la Corresponsalía Anónima Artesana, Tikun…)
mezcladas con otras anónimas y desconocidas para mí. El ambiente era distendido
y hablador, de un murmullo agradable, hasta que se hizo el silencio para que yo
charlase sobre mi libro. Capté la atención de la audiencia sin demasiado
esfuerzo, durante algo más de media hora, combinando mis impresiones sobre
literatura y nubes con chistes ingeniosos y anécdotas graciosas. Cuando Hurón,
el maestro de ceremonias (que se negó a que hubiese cocacola en el cóctel), me invitó a decir unas últimas palabras, yo
se lo agradecí. Por primera vez tenía a un público abierto a mis pretensiones
para expresar lo único importante. Así que saqué unas cartulinas naranjas del
bolsillo de mi pantalón y leí en voz alta lo que ponía en una de ellas:
―«Existen más de treinta conflictos armados, olvidados
por la comunidad internacional, que generan desplazamientos forzosos de la
población».
Después, se la entregué
a mi padre y leí otra.
―«Doscientos cincuenta millones de niños menores de catorce
años son forzados a trabajar en todo el mundo».
Esta vez se la di en
mano a una desconocida y continué leyendo las cartulinas naranjas.
―«En los países en vías de desarrollo viven mil tres
cientos millones de personas por debajo de la línea de pobreza, más de cien millones
de personas viven en estas condiciones en los países industrializados, y ciento
veinte millones en Europa Oriental y Asia Central».
―«Regiones de Tanzania, cuentan con un índice de SIDA
del cuarenta y cinco por ciento».
Y así una, otra, otra
cartulina naranja, poniéndolas después en manos conocidas y en otras que jamás
había visto.
La última cartulina la
leí en medio de la sala, con el corro de mis invitados alrededor.
Pero esa última
cartulina no se entregué a nadie. Simplemente extendí el brazo y, después de
unos segundos, una mano anónima la recogió.
Ahora, una vez que he
salido del nubódromo, tengo que descifrar cómo era el rostro que pertenecía a aquella mano, porque fue a la
única que no le entregué nada. Entendió que hay moverse y agarrar la realidad.
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