Hace un par de días me llamó
un tipo interesado en comprar nubes.
―Un
pedido importante, unas ciento cincuenta ―me dijo―. Regento una administración
y se las quiero regalar a mis empleados por navidad.
Le convencí de que yo era la
persona que estaba buscando (no podía dejar pasar una oportunidad como aquella),
con amplia experiencia en el mercado y con un servicio post-entrega de lo más
serio y avalado. Siguiendo sus órdenes, le mandé un burofax adjuntando un
dossier explicativo de la ofertanube,
un presupuesto ajustado y la exigida factura proforma. Él propuso las
condiciones de pago: a sesenta noches.
A las pocas horas me llamó su
secretaria.
―Pedido
aceptado ―me confirmó aquella voz gélida.
Colgué el teléfono y apreté
el puño de mi mano derecha. Aquella
venta me salvaría el mes.
Ahora, con tiempo suficiente
para pensar, creo que me he equivocado y entiendo el significado dañino de
aquel puño cerrado. Las cuentas no me salen o, mejor dicho, no me satisfacen.
El comprar y vender nubes no es una mera transacción comercial con moneda de
curso legal de por medio, ni una operación financiera con rappels y descuentos. No quiero engrandecer mi cuenta bancaria (solvente,
por ahora), con alejamientos de sueños. Si al menos me pudiese pagar con brisas
de mar…
Le llamaré hoy, también a través de su
secretaria, para desestimar su demanda.
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