No puedo soportar por más
tiempo esta ciudad, ni sus nubes mañaneras por debajo de las cuatro moles de
hormigón y cristal que aquí están construyendo. Para algunos son bonitas, «de
metrópoli avanzada», según dicen, pero para mí no son más que las cuatro puntas
afiladas de un tenedor oxidado.
Todos los días, en los
atascos kilométricos que padezco para ir a trabajar, tengo que digerir su
babélica forma durante algo más de una hora. Las siento tan ridículas como
regalarle una antena parabólica a una familia de nómadas.
A veces me entran ganas
de subirme a la torre más alta y saltar al vacío, sin nubes que me detengan. Mi
Otro Yo, un tipo trajeado que aparece de la nada en mis peores momentos,
siempre tiene que poner la puntilla a mi rabia desde el asiento del copiloto:
―Ten cuidado ―me recrimina―. Esos pensamientos son el
preludio de un suicidio.
Cuando me dice cosas
así, agarro fuerte al volante para no tirarme a su cuello y apretar del todo el
nudo de su corbata. Después, me calmo, respiro, lo miro con desprecio y de vez
en cuando soy capaz de contestarle, como hoy.
―¿Preludio de un suicidio? ―le he dicho―. Lo que es un
suicidio es seguir viviendo en esta ciudad.
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