Mis horas en la oficina son aburridas (mis horas, mis días y seis años más). Las ventanas del despacho son de doble cristal, sucio por sus cuatro caras. La realidad, intocable y casi invisible, se esconde tras ese telón semi opaco que separa lo que debería ser, de lo que percibo, como si cada día mirase al mundo a través de una pantalla de televisión con niebla.
Esta ventana, en su
interior, tiene una pegatina transparente. En ella está escrito «Ventana
clausurada» con letras mayúsculas. La luz entra negra, como un lunar
cancerígeno, y el aire circula oloroso a las órdenes de un temporizador de
números digitales clavado en la pared. Aquí dentro, ni los sueños se atreven a
quedarse en la sala de espera.
He pensado en dejar mi
trabajo en esta oficina y dedicarme, tan sólo, a comprar y vender nubes, empezar
una nueva y arriesgada vida. Será otra posta hacia el Sitio y al menos estaré
más contento. Esta oficina me está ejecutando, me marchita como una hermosa
orquídea en el escaparate de una floristería del centro. Las agujas del
reloj de la oficina recorren el círculo demasiado rápido, sin tiempo si quiera
para reír.
El otro día, a través de
la ventana del cuádruple sucio, vi una nube que me podía interesar. Quería
vendérsela a mi jefe. Bajé rápido los seis pisos que me separan del sueño y la
busqué en el cielo, pero ya no estaba. Aquí las nubes huyen enseguida. El
hormigón y las antenas las espantan y revolotean con fuerza para irse cuanto
antes; solo circulan las que nadie quiere, escondidas detrás de los edificios
color ladrillo.
Esperaré hasta después
del verano para acabar mi trabajo en esta tumba. Necesito hacer unos ahorrillos
y, entonces, me dedicaré solo al negocio. Ahí, después del verano, es la mejor
temporada para la venta de nubes, cuando la gente vuelve aburrida de sus
vacaciones.
También he pensado en
comprarme una nube para uso personal (es el momento de permitírmelo) y volaré con
ella hacia el Sitio.
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