Sé que tengo cientos de
monstruos dentro de mí, miedos que aparecen en la parte izquierda de mi
existencia o nubes Serpiente Cicatriz reptando sobre la línea de un horizonte
del día que muere.
Los miedos que me
asustan son los otros, los que no sé que tengo. Lo peor de ser persona es no
tener ni pajorela idea de quién eres
realmente, no contradecirte o crearte siempre. A veces, yo mismo me he creído un
dios. ¡Carajo, aún lo sigo creyendo!; un dios facilón y conveniente, pero dios
al fin de al cabo.
Ahora, estoy aprendiendo
a dejar de serlo y convivir con mis monstruos, sentarme a su lado. Necesito
tener espacio para mis nubes y, a mis miedos, he querido apartarlos desde hace tiempo.
O al menos, esconderlos como se esconde un pedo. Pero, no. Siempre lo oculto
acaba oliendo mal.
Hace unos meses, le dije
a X que no la amaba. Mis monstruos llegaron enseguida, acompasados con su
primera lágrima. «Que me refiero a ahora, que mañana no lo sé», le dije a X, como
si ella pudiera entenderme. «Que no es por ti, que tú me pareces una mujer
fantástica; que te aseguro que es por mí; que no estoy enamorado de otra…»,
continué disculpándome.
Tuve que parecerle tan oscuro
que X dejó de llorar en dos minutos. Y yo, apestando a mierda.
Hasta hace muy poco
tiempo, el dejar de ser dios para X, me hubiera martirizado como cada
cigarrillo fumado por un enfermo de cáncer. Ahora me dura hasta que ella cierra
la puerta. He aprendido a enamorarme de mis nubes negras.
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