Hoy quiero escribir una canción. Hoy quiero
escribir un presagio, una oportunidad, una duda, un… no sé. Hoy quiero escribir
algo, sin saber qué, sin decidirme por. Hoy quiero escribir, pero me asalta la
incertidumbre de saber si soy capaz de hacerlo, de conmover, de acariciar, de
embellecer. Hoy quiero querer. Hoy quiero que la nieve caiga de la hoja bambú
por la tensión cumplida. Hoy quiero que el sol caliente y a la vez ilumine, y a
la vez se apague, y a la vez se equivoque y no salga. Hoy quiero que la luna lo
mire y se ría de él. Hoy quiero que los barcos suban montañas y que los leones
coman peces, pero no soy capaz de escribirlo. Hoy quiero que las luciérnagas
reconozcan sus pecados delante de un confesionario repleto de mujeres desnudas
y que los curas saquen a pasear a sus caniches con bozal. Hoy quiero que las
gotas de lluvia sobre el cristal de los coches sean de miel y que los cafés de
la mañana se endulcen con sal. Hoy quiero malgastar las horas para arrepentirme
y que la cocacola sea blanca. Algodones
de azúcar, eso es lo que quiero hoy, de azúcar rosa como un vestido de
marioneta-princesa en la función de las ocho. Hoy quiero que las nubes se metan
en mi casa y que yo las invite a almorzar. Hoy quiero que sean ellas las que
frieguen los platos y que después se fumen un puro paraguayo en el sofá del
salón, mientras tomamos tequila con salsa de arándanos y vemos una película de
Buster Keaton. Hoy quiero que the movie
sea en tres dimensiones de tecnicolor y que cuando el tren vaya a atropellar al
marinero encorvado que se quiere suicidar, los plomos se hagan añicos en la
caja de luz. Hoy quiero seguir escribiendo y que, de una vez, las mariposas
muevan mis dedos sobre el teclado de este PC o Puta Computadora.
Hoy quiero seguir hablando de si en verdad (o no)
existen las fábricas de nubes donde se fabrican los sueños, de las maravillosas
aventuras de Chula Puñales, del Loko y de mi Primo, de por qué bebo Ron Pálido.
Hoy quiero hablar irremediablemente del viaje que tenemos hacia el Sitio.
Pero no
soy capaz de hacerlo. Me faltan fábricas de nubes que conocer para entender el
mundo o nubes de otros planetas. Voy en busca de ellas.
Aquella noche en Artillero, llegué hasta aquella playa oscura que me ponía en
el camino recto hacia mi fábrica de nubes, según me había aconsejado Felipe,
pero también a la espera de mi primera mordedura para por fin encontrar mi
desobediencia.
Las olas de Artillero me dieron un último empujón del mar. Fueron diez, quince segundos a lo sumo de descanso. Cuando el aire entraba por fin directo en mis pulmones, casi sin peldaños de ahogo en cada respiración, un fogonazo de luz intensa me cegó.
Las olas de Artillero me dieron un último empujón del mar. Fueron diez, quince segundos a lo sumo de descanso. Cuando el aire entraba por fin directo en mis pulmones, casi sin peldaños de ahogo en cada respiración, un fogonazo de luz intensa me cegó.
―¡Higoeputa, huevón, voy a darte candela hasta que gomites sangre!
―me decía una voz ronca mientras golpeaba con un palo― ¡Si es que no aprendéis,
lameguevos, pinga de cheles. Por mucho que
os reparta, no aprendéis!
Conseguí fajarme después de la tercera de
sus patadas en mi estómago. Aquella debía ser la oscuridad que por fin me había
mordido. De qué manera. Corrí sin saber hacia dónde, como una rata asustada. Un
nuevo fogonazo en mi cara me hizo desorientarme y caí en la arena. Después,
repté en aquel suelo que creí que sería el último. Unos silbidos casi rozaron
mi cabeza. Fue lo último que conseguí escuchar antes de zambullirme en el agua.
Balas, sin duda.
Nunca me sentí más aliviado
por no tener aire en mis pulmones. Saqué la cabeza cuando ya no podía más y vi las
luces de linternas lejos. Dejé de nadar, por falta de fuerzas más que voluntad.
Creo que llegué a dormirme en el agua. Allí estaba mi muerte y era un estado
plácido. Mi última visión fue al mirar la luna, blanca, menguante, casi muerta.
Después, todo se volvió negro.