Ayer, junto a una parada
de autobús, observé a Homeless que miraba el anuncio de un teléfono móvil en un
enorme panel publicitario.
―Bonita foto ―pensé desde mi asquerosa mente de creador.
Anoche fue una noche
fría y esta mañana, cuando me he mirado en el espejo sucio del cuarto de baño,
he vuelto a acordarme de Homeless. Tal vez, no añoraba comprarse el aparato,
sino comunicarse a toda costa antes de tumbarse a dormir en el próximo suelo. Me
he quitado mi careta de Insensible y he sentido pena de mí. Me he puesto a
llorar. Después, una por una y delante del espejo, he ido quitándome las
decenas de caretas incrustadas durante años. Es tan doloroso como que un
dentista te arranque una muela enraizada al alma. Demasiado arraigo y
demasiadas mentiras; demasiadas sonrisas para los demás, olvidándome de
sonreírme a mí mismo.
He guardado todas las
caretas en una nube y he volado en busca de un negocio de Compra Venta de
caretas usadas. Por instinto, como el musulmán que reza hacia el este, mi nube
me ha llevado a la Plaza Azca de Madrid, el principal centro financiero y de
negocios del país. Allí estaba la tienda que estaba buscando.
―Vamos a ver, caballero… ―me ha dicho el dependiente―. Me puedo quedar con
la careta de Marido perfecto, Hijo ejemplar y Excelente profesional. Por aquí
son muy demandadas. Pero, ¿qué quiere que haga yo con una careta de Insensible?
En esta zona no tiene salida. Nadie se va a quitar la suya.
Lo mismo me ha dicho de
las caretas de Amigo que nunca falla, la de Hermético y la de Quien no opina
para no herir.
Al final, en vez de
venderlas, he preferido quemarlas en medio del Paseo de la Castellana. A nadie
le interesan unas caretas que ya no sirven.
También me he permitido
el capricho de comprarme una transparente y los niños se ríen de mí cuando
camino por la calle. Creo que tengo que aprender a utilizarla.
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