Hace
unos meses, en uno de mis declives depresivos, me regalé una cena romántica.
Sí, me apetecía invitarme a cenar en uno de esos restaurantes con velas y
música de violín, violón y violonchelo. Nunca me había regalado nada y el
sentirme invitado e invitador en una misma velada me dio entender que, en
realidad, no estoy tan solo como pensaba. Al menos, ya sé que alguien me
escucha.
Al final
de aquella primera cita, Mi Otro Yo y yo, borrachos como polacos, acabamos
entrelazando nuestras manos por debajo de la mesa y diciéndonos Te quiero.
Llevamos nuestro amor en secreto (por no levantar envidias, más que nada) y no
nos hemos separado desde entonces. Somos pareja de desecho.
He de reconocer
que nuestro idilio no siempre es perfecto. A veces, las discusiones entre Mi Otro
Yo y Yo son tan áridas y complicadas que hay días que ni siquiera nos hablamos.
Ambos somos igual de tozudos. Pero son las menos veces, sólo cuando ninguno damos
el brazo a torcer. Luego, empezamos a echarnos de menos y siempre hay alguna
que otra mirada picarona, alguna que otra caricia, con la que acabamos
acercándonos y queriéndonos de nuevo. Es el sabor de la vida, ¿no? Un poquito
de sal y otro de pimienta. Además, las relaciones que se castigan sólo con amor
enmascarado, no son relaciones sanas, sino mentiras.
Desde
aquel día que me invité a cenar, cada mañana le regalo a Mi Otro Yo un ramo de
doce sonrisas rojas. ¡Qué carajo! ¡A la pareja hay que cuidarla! Las busco por
todas partes: en el espejo del cuarto de baño, reflejadas en la cucharilla del
café, en el chapado del microondas… Después, las rodeo con un lazo verde de
satisfacción y se las voy dejando por el suelo de toda la casa. Sí, por el
suelo. Pretendo que Mi Otro Yo se esfuerce para cogerlas, al igual que yo me
esfuerzo por esbozarlas.
Hoy es
navidad y he querido tener con Mi Otro Yo un detalle especial. Quiero pintarle
un auto retrato de doble mirada: una, desde mi interior, y la otra, desde el
interior de Mi Otro Yo, como una muñeca rusa que se desprende de sus corazas
para quedarse pequeña. He comprado cuatro pinceles y unos tubos de óleo y he
extendido los colores sobre una paleta. Necesito tener todas las gamas a mano:
desde el negro de mi alma hasta el blanco de las nubes que compro y vendo. He
escogido la pared del cabecero de la cama para pintarme; el mejor de los
lienzos es donde reposan los sueños.
Al cabo
de cinco horas, mi cuadro continúa en blanco. No soy capaz de pintarme
estático. Creo que, ahora, observo la vida como un film enteramente rodado con
cámara al hombro: de imagen imperfecta (no soy lo que esperaba(n) de mí), pero
más cerca de la(s) realidad(es) que me rodea.
Feliz
navidad, Mi Otro Yo, algún día empezaré a pintar nuestro cuadro.
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