El viernes por la noche
me fui hasta África. Elegí una nube recién regalada por Johan Shnabel llamada
Sierrilla, impecable, preciosa. Se pone de cero a cien sueños/hora en
menos de ocho segundos. El sábado, al medio día, ya estaba en el Lago Victoria,
al lado de Chula Puñales.
Pero apenas pude hablar
con ella. Un brote de malaria la mantiene en cama con fiebre alta. Es el precio
del fabricar agua en Mugumu. Otros precios de África son las guerras y la
sequía. Y hay muchos más precios. No es suficiente con unas gafas de sol para
protegerme del ahogo.
Le he escrito una nota
antes de irme:
«Buenos días, Chula.
Espero que hayas dormido bien. Me tengo que ir en mi nube. No te despierto. He
estado abrazándote todo la noche, como si fuese una vida entera. Sudabas».
El domingo temprano salí
de nuevo hacia Madrid. Demasiado tráfico aéreo en el Estrecho de Gibraltar, con
varios helicópteros de la guardia civil española sobrevolando los cadáveres de
inmigrantes en las aguas de la muerte, como buitres que limpian la carroña de
la entrada de Europa.
Mientras
tanto, otros cientos de inmigrantes africanos se escondían en el monte Gurugú de
Marruecos para saltar la valla de Melilla.
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